Aquella mañana, el pequeño Nelson se levantó con la sensación de que iba a hacer algo grande. Se calzó sus sandalias y caminó, como cada día, los cinco kilómetros que separaban su poblado de la escuela.
—¿Y qué ocurre si le damos la vuelta?
El profesor les intentaba explicar algo de geografía y había traído un póster con un mapa del mundo.
—¿Cómo? —preguntó intrigado el maestro.
—¿Por qué no lo ponemos al revés? —insistió el pequeño.
—Porque su orientación es esta, Nelson, siempre ha sido así. Mira, nosotros estamos aquí abajito.
—¡Pues yo quiero estar arriba! —refunfuñó.
El profesor calló durante unos segundos y pensó que quizá no era tan mala idea.
—Está bien, lo pondremos al revés —les dijo—, pero mañana lo volvemos a colocar en su posición correcta.
Los niños comenzaron a reír y entre todos sujetaron el
póster bocabajo mientras Nelson lo apuntalaba con unas viejas
chinchetas.
Los primeros en notar la sacudida fueron, como es lógico, los esquimales del Polo Norte. Los iglús se tambalearon y los objetos comenzaron a volar en todas direcciones mientras sus cuerpos eran violentamente zarandeados.
—¡Terremoto! —gritaron algunos. Pero era mucho más que
eso.
Poco a poco, la sacudida fue sintiéndose en cada centímetro del planeta.
Los grandes rascacielos fueron los que más sufrieron.
Estaban construidos a prueba de terremotos, pero no estaban
preparados para un giro de tal violencia. Muchos de ellos se
partieron por la mitad, incapaces de soportar la fuerza de la
inercia.
En las grandes ciudades fue donde el caos se hizo más evidente. En las bibliotecas los libros volaban por los aires. En las fruterías, las naranjas y las manzanas chocaban unas con otras, lejos de la seguridad de sus cestos. Las personas parecían acróbatas saltando de un lado para otro.
Los techos se hicieron suelos y todo se volvió del revés.
La sacudida apenas duró unos segundos, pero fue suficiente
para cambiar todo de sitio y alterar el orden establecido hasta
entonces.
«Esto es el fin», se apresuraron a afirmar algunos importantes
dirigentes de lo que hasta aquel momento había sido el
hemisferio norte. Nadie se acostumbraría a caminar entre
lámparas y los retretes habían quedado pegados al techo. Nada
quedó igual. Lo que antes estaba abajo ahora estaba arriba y
viceversa.
Los Estados Unidos quedaron tendidos mientras sus vecinos
latinoamericanos les miraban desde arriba. La Patagonia
y Alaska, condenadas siempre al frío, intercambiaron sus
posiciones. Los ingleses miraban ahora a Europa desde abajo y, más que observar con orgullo como antaño, ahora parecía que suplicasen. Sudáfrica mientras tanto se coronaba en lo más alto, como si de puntillas se elevase por encima de todos los demás. El mundo al revés, nunca mejor dicho.
Cuando las sacudidas por fin terminaron y, aunque invertido, el planeta volvió a la calma, Nelson, ligeramente despeinado, observó el póster con un gesto triunfal en su rostro.
—Profesor —añadió—, ¿y si lo dejamos así para siempre?