JoyNovel

Leer para descubrir un mundo nuevo

Abrir APP
Amores viajeros

Amores viajeros

Autor:Pepa Úbeda

Terminado

Introducción
Este libro ofrece un ciclo de treinta y siete relatos basados en hechos reales cuyos protagonistas terminan por inmiscuirse en tu vida a través de palabras susurradas al oído. Un semental de verano, el espíritu de un moribundo, una solterona excéntrica... El viaje condiciona la pasión o necesidad de esos encuentros.
Abrir▼
Capítulo

Me volvió a contar aquella historia el día que le regalé un libro de recetas por su jubilación.

—A partir de ahora, podrás cocinar todos los postres que te apetezcan cuando quieras, mamá. —La abracé.

En 1966, mi madre tenía veintiún años y estaba a punto de terminar Filología Inglesa. Sus grandes pasiones eran leer y cocinar. Gracias a la primera, se hizo traductora y sus versiones de la Generación Beat, de la novela negra y de las short stories aún circulan por las librerías. En cuanto a la segunda, adoraba los dulces.

—Si me hubiese ido mal como traductora, tenía pensado abrir un salón de té donde los únicos dulces habrían sido los míos — repetía cuando le elogiábamos alguno especialmente delicioso.

Mi madre era muy guapa, bastante vehemente y nada introvertida.

Mi padre era seis años mayor que ella y había estudiado Bellas Artes. Por aquel entonces, vivía de impartir clases de dibujo a alumnos de bachillerato. Si el tiempo acompañaba, pasaba los fines de semana pintando acuarelas en el Jardín Botánico, la Albufera o la playa de la Malvarrosa; si hacía malo, se quedaba en su estudio para trabajar en sus oleos. En ocasiones, cuando el cuerpo se le quejaba más de lo habitual a causa del esfuerzo, lo gratificaba en un buen restaurante.

Mediada la primavera, tras un sábado especialmente productivo en el estudio, decidió ir a cenar a un conocido restaurante marroquí cercano. Por su parte, aquel mismo día, mi madre se había pasado más de ocho horas estudiando y sus neuronas ya no daban más de sí. Así pues, encargó mesa para cenar en el restaurante marroquí que tanto le gustaba por sus postres de aromas y sabores intensos y por su clientela joven e informal, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor. Puesto que no había quedado con nadie, decidió ir temprano con un ejemplar de la nueva edición de The Big Sleep de Chandler como acompañante. Así que, gracias a la agradable temperatura de ese día, a las ocho y media ya estaba sentada en su mesa favorita de la terraza interior con una copa de vino color picota, aroma a zarzamora y paladar intenso frente a ella.

Con el sonido de fondo de un hilo de agua que fluía de un caño escondido entre las ensortijadas enredaderas de la terraza, abrió el libro y desapareció dentro de él.

Una hora más tarde, llegó mi padre. El restaurante estaba lleno, de modo que se dispuso a esperar.

—Yo no sé qué le debió pasar por la cabeza a la camarera, porque me preguntó si no me importaría compartir mesa con otra persona, y yo, sin ni tan siquiera mirarla, dije que sí.

—Muy enmarañado Chandler, ¿no cree? —le preguntó mi padre con gestos ceremoniosos cuando se sentó.

En cuanto ella levantó la cabeza y contempló a un joven alto, delgado, rubio y de ojos transparentes color aguamarina, lo primero que pensó es que le recordaba a alguien. Para cuando nos lo contó, ya se había dado cuenta de que a ella misma…

Él, ante aquella cabeza redonda y pequeña enmarcada por una corona de rizos anaranjados, se estremeció.

Hasta que los «invitaron» a marcharse, compartieron unas cuantas historias y unos exquisitos creps de amlou marroquí. Parece ser que salieron de allí enamorados.

—Me dejó en un taxi y le anoté en una servilleta mi número de teléfono para quedar al día siguiente. Y, pese a su timidez, me besó en la frente y desapareció.

Ninguno de los dos durmió ni demasiado ni bien. Mi madre consiguió dormirse al amanecer con la imagen de mi padre en el recuerdo y mi padre, por su parte, se pasó la noche dibujando la cara de mi madre.

Como no podía dejar de pensar en ella, se fue a El Saler a pintar y, agotado como estaba, se quedó dormido. Al despertar, comprobó que le habían robado la cartera con el número de teléfono de mi madre dentro.

Mi padre la buscó al día siguiente por el departamento de Inglés, la biblioteca y la cafetería de la Facultad de Filología, pero como las clases se habían terminado y los estudiantes sólo acudían a examinarse, no la vio. También regresó al restaurante y, a pesar de que la conocían, ignoraban su domicilio. De nada sirvió que mi padre les dejara su número de teléfono, porque mi madre no volvió.

—Pese a la decepción que sentía porque no me había llamado, intuía que algo debía de haberle pasado, pues me pareció un chico muy formal. Con todo, no me veía con ánimos de volver al restaurante, ya que estaba segura de que todo me recordaría a él.

Al final, mi padre se rindió y, puesto que el destino se la había quitado de esa forma, decidió que ella no debía de ser la mujer de su vida.

—Sin embargo, no dejaba de maldecirme a mí mismo por haberme dormido en la playa.

Aquel verano, mi madre se matriculó en un curso sobre narrativa norteamericana de entreguerras en la Yale University y mi padre decidió que ya era hora de conocer los museos de Nueva York.

El último fin de semana de julio, mi madre decidió bajar a Manhattan para echarle una ojeada a la «metrópoli de las metrópolis». Tras visitar el Museo Guggenheim, se dirigió a un salón de té cercano, especialista en postres centroeuropeos, se sentó y pidió un strudel. A la espera de que le trajeran lo que había pedido, abrió otro libro de Chandler que acababa de comprar y se zambulló en él.

No debía de haber pasado ni media hora cuando vio interrumpida su lectura por una camarera.

—Señorita, por favor… disculpe la molestia… ¿le importaría compartir mesa con un caballero?, es que no nos quedan libres… Mi madre asintió sin mirarla y siguió con su lectura. Al cabo de un momento, oyó una voz.

—Muy enmarañado Chandler, ¿no crees? —preguntó mi padre.