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La chica de los colores

La chica de los colores

Autor:Araceli Samudio

Terminado

Introducción
Celeste era una chica con una discapacidad a quien, a raíz de un accidente, le habían amputado ambas piernas a la edad de diez años. Gracias al apoyo de su familia —en especial al cariño y confianza que le brindó su abuelo—, fue capaz de superar los momentos difíciles causados por la adversidad. Encontró entonces en el arte, y específicamente en la pintura, una forma de liberar su alma, de volar a los rincones a los que físicamente no podría llegar.
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Capítulo

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar quiero dar las gracias a Dios por haberme dado el pincel, la paleta y los colores para poder pintar el cuadro de mi vida, por las oportunidades y por haber puesto en mi camino a per- sonas tan maravillosas.

Agradezco principalmente a mi familia que fueron los prime- ros en creer en mí. A mi marido Andrés, por caminar a mi lado y ayudarme a soñar incluso cuando la realidad pesa más que las ilu- siones. A mis hijos Ezequiel, Guadalupe e Iñaki, por ser el motor que mueve mi mundo; y a mi madre, por alentarme siempre a alcanzar mis metas.

No puedo dejar de agradecer a unas mujeres que con su apoyo me han ayudado a hacer crecer y dar forma a este hermoso sueño demostrándome que la amistad no tiene fronteras. A Carolina Mén- dez, por ser mi hermana, mi amiga, compartir conmigo cada idea, cada sueño y por enseñarme tanto con sus propias letras; a Ana Coello, por ser mi mentora y modelo, por tanta paciencia y palabras cargadas de sabiduría. A Mamen Conte Aguilar, por animarme a so- ñar, a creer, por levantarme cuando caigo y alegrarse conmigo por mis triunfos, a Karen Maiotto Vega, por soñar conmigo y ayudarme a seguir, por regalarme tanto cariño y confianza; a Vicky por creer en mí e impulsarme a volar, a Karen Colman, compatriota y com- pañera de letras, por darme una mano en la revisión de la novela. A todas y cada una de ellas, gracias por pintar con sus colores mi mundo.

Quiero agradecer a los artistas que me ayudaron a darle for- ma a la portada y las imágenes del libro. A mi compadre Guillermo Sandoval por la hermosa portada, a Fernanda Salinas por las foto- grafías y la divertida sesión llena de pintura y a Bianca Fernández por los bellos dibujos del libro de cuentos que se adjunta a la obra.

A mis lectoras, las que están conmigo desde el inicio y las que se suman día a día: sin ustedes mis letras serían colores que no po- drían posarse en ningún lienzo, gracias por dejarme ingresar a sus mundos, por permitirme recrear mis historias en sus mentes y en sus corazones, gracias por confiar en mí y por alentarme a seguir por medio de sus hermosos mensajes. Quiero agradecer especial- mente a todas esas lectoras que se enamoraron y se enamorarán de esta historia, y sobre todo a quienes se identifican y viven situa- ciones similares a las de Celeste, gracias por permitirme recrear en ella al menos un poquito de sus vidas intentando ampliar un poco más la conciencia general sobre la realidad de las personas con dis- capacidad.

A Nova Casa Editorial por confiar en mi trabajo y darle una for- ma a mis sueños.

A todos y cada uno de ustedes, gracias infinitas por ayudarme a alcanzar esta meta.

Prólogo

Un dolor punzante en donde deberían estar mis piernas me despierta de golpe, respiro jadeante y me incorporo en la cama. La oscuridad de la madrugada se cuela por mi ventana y la luna brilla distante en el firmamento. Suspiro… Hace bas- tante tiempo que no tenía este sueño-pesadilla, lo que quiere decir que probablemente algo nuevo sucederá en mi vida.

Siempre que sueño con el accidente normalmente indica que pronto habrá algún cambio. Por suerte, no necesaria- mente es algo malo, a veces puede ser algo bueno. Me bajo de la cama y voy hasta la cocina, tomo un vaso y me sirvo un poco de agua del bebedero que mi madre ha colocado en una mesita no muy alta para que pudiera alcanzarlo con facilidad. Sonrío al recordar que la última vez que tuve ese sueño fue un mes antes de mudarme a esta casa, justo cuando mis padres decidieron aceptar que con ayuda de algunos muebles —re- formados especialmente para mí— podría ser independiente.

Vuelvo a mi cama y recuerdo el día del accidente. Si tan solo hubiera sabido que sería la última vez que sentiría que mis zapatos me ajustaban, si tan solo hubiera intuido que nunca más sentiría la arena de la playa con sus restitos de ca- racolas clavarse en la piel de mis pies… quizás hubiera corri- do una vez más. Me habría metido hasta las rodillas en algún

charco de lodo, hubiera movido mis dedos del pie mientras los observaba sentada en la arena a orillas del mar, los hubiera dejado hundirse cuando una ola que acabara de mojarlos se fuera en retirada de regreso al mar… Pero nunca se sabe lo que puede suceder, las cosas solo ocurren —para bien o para mal—, y cuando di aquellos pasos esa mañana mientras co- rría a la escuela, no tenía idea que serían los últimos.

De todas formas, no soy una persona fatalista, no me gus- ta pensar en negativo, los pensamientos oscuros son como agujeros negros: una vez que empiezan no paran hasta absor- berte por completo. Yo prefiero pensar en positivo y verle el lado bueno a la vida, a la gente. Cada vez que pienso en el acci- dente, me gusta repetirme a mí misma: «Al menos, solo perdí las piernas». Estuve grave y en estado crítico, pude haber per- dido mucho más que eso, pude haber perdido la vida con solo diez años, y con ella me hubiera perdido tantas experiencias, tantas alegrías, tantas sonrisas, tantos colores…

Recuerdo cuando mi abuelo me regaló el primer maletín de pintura con los colores y la paleta de pintor junto con aquel lienzo en blanco. Llegó a casa y se sentó al lado de mi cama, aún estaba de reposo y no podía levantarme. Como siempre, me contó una historia, pero esta vez no era fruto de su ima- ginación, se trataba de la vida de Frida Kahlo. Me contó sobre su accidente y cómo nunca había perdido las fuerzas, me ha- bló de sus ganas de pintar. Me dijo que lo importante no era caminar, sino vivir, amar, reír, soñar, volar. «Te regalaré alas, Sirenita», prometió, y esa fue la primera vez que me llamó así. Entonces me dio un pincel, un lienzo y los colores.

—Gracias, abuelo —sonreí—. ¿Por qué me llamas Sirenita? —

pregunté desde mi inocencia.

—¿Conoces el cuento de la Sirenita? —inquirió sonriendo. Mi abuelo amaba los cuentos, tanto, que en sus tiempos libres escribía cuentos para niños.

—Sí, abuelo, el de aquella que cambió su cola por un par de pier- nas para poder casarse con el príncipe.

—No me refería a ese —negó él sonriendo—, me refiero al de Celeste.

—¡No lo conozco, abuelo! ¿Hay una sirena con mi nombre? —pre- gunté entusiasmada; amaba sus historias—. ¡Cuéntamelo, por favor!

—Celeste era una bella sirenita que tenía una enorme y brillante cola de color celeste. Sus cabellos eran de los colores del arcoíris y sus ojos brillaban más que el mismísimo cielo. Con su voz y sus colores era capaz de encantar a todos los piratas y marineros que pasaban cerca de la zona que habitaba. Todos caían rendidos ante la Sirena más bella que se conocía en alta mar y algunos incluso viajaban des- de remotas ciudades solo para conocerla y verla de lejos. Pero nadie se le acercaba, porque todos temían a las historias sobre sirenas; se decía que con su belleza y su voz eran capaces de encantar a los hom- bres y luego los mataban.

»Un día, un hombre no lo soportó más, había viajado solo para verla de lejos y llevaba varios días observándola. Se había enamora- do de ella, de sus ojos, de su voz, del color de sus cabellos, de la belleza y majestuosidad de su cola de sirena. Quería acercársele, hablarle y decirle cuánto la amaba, pero sus amigos le recomendaron que no lo hiciera. Aun así, decidido, se tiró al mar y nadó hasta ella. Cuando la alcanzó, la Sirena lo miró confundida, nunca había visto esa clase de criaturas tan cerca. El joven le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

»Celeste se enamoró inmediatamente de la mirada profunda de aquel muchacho e inmediatamente quiso ser como él, poder cambiar su cola por un par de piernas para correr con él hasta su mundo. Sin embargo, el joven no aceptó que lo hiciera, le explicó que él se había enamorado de ella por lo que era, por sus cabellos, por sus ojos, por su bella cola de sirena. Le dijo que la amaba así, especial, única y diferente.

»Entonces el chico construyó un castillo sobre unas piedras en medio de alta mar. En el castillo había grandes piletas naturales formadas por las aguas del mar, donde ambos podían coexistir sin

necesidad de que ella dejara de ser quien era. Se casaron en una boda en medio del mar, donde ambas familias los acompañaron. Su amor fue bendecido por los dioses de la tierra y el agua, permitiéndoles vi- vir felices en su castillo. Ambos demostraron que el amor verdadero es aquel que no te pide que cambies, que te acepta como eres y que es capaz de ver más allá de las diferencias y de las limitaciones.

»La leyenda cuenta que luego de muchos años, algunos de sus descendientes regresaron a tierra firme, y se dice que algunos tienen algo de sirena y otros, algo humano. Dicen que se buscan entre sí y, cuando se encuentran, ocurre entre ellos una combinación tan má- gica y perfecta como la que sucedió entre aquel hombre y la sirena. Un amor bendito, profundo y eterno, que va mucho más allá de todo.

—¡Qué lindo cuento, abuelo! —exclamé sonriendo, pero sin en- tender en ese momento lo que mi abuelo quería decirme.

—¿Sabes? —preguntó acercándose a mi oído como si me hablara en secreto—. Yo creo que tú desciendes de ellos—. Afirmó, y luego me guiñó un ojo.

Sonrío ante mi recuerdo, extraño mucho a mi abuelo y sus historias, y esa en especial había calado hondo, por eso solía pintar sirenas. Más adelante entendí que él hablaba de mí, me decía con su cuento que no me rindiera ante el amor, que un día llamaría a mi puerta como algo profundo y avasallador, algo que no tendría en cuenta mis limitaciones y que me haría sentir plena. Y aunque no creía que eso sucediera, le agradecía a mi abuelo haberme visto así. Creo que él, con sus historias donde me hablaba sobre el amor, los sueños, las esperanzas y la vida misma, fue quien me llenó de ganas y alegría de vivir, quien jamás dejó que me deprimiera o llorara, quien siempre me sostuvo para que nunca cayera.

—Buenas noches, abuelo —murmuro mirando al cielo a través de mi ventana. Quizá fue él quien pintó para mí esa bella luna.

Cierro los ojos y me dispongo a conciliar el sueño de nuevo.