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Mariposas en diciembre

Mariposas en diciembre

Auteur:Micaela Vara

Fini

Introduction
Ramiro decide pasar unos días de descanso en su pueblo natal buscando unas tranquilas y necesarias vacaciones. Mientras se pasea por las calles del pueblo asturiano que le vio nacer, recuerda sus años jóvenes y la gran amistad que le unía a Álvaro Romeral. Pero todo está tan cambiado que sus recuerdos vagan por los distintos rincones buscando algo que ya no existe. Para colmo, un hallazgo casual le hace debatir sobre la honestidad de su madre fallecida hace diez años.
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Chapitre

Desde la muerte de su madre, hacía quince años, no había vuelto a su pueblo natal. Sus estudios de medicina, sus amistades y su trabajo, le habían atrapado fuera de su entorno. Se especializó en tanatología, para dedicar su vida a enfermos terminales.

Cuando llegaban las vacaciones de agosto se desconectaba de su trabajo en una clínica madrileña y se marchaba a un balneario levantino, siempre el mismo, y hacía lo que él llamaba: «Una cura de soledad para recargar pilas».

Allí se olvidaba de todo y de todos; nunca decía donde iba, desconectaba el móvil y se dedicaba a descansar, comer bien, dormir lo que le pidiera el cuerpo y, sobre todo, leer. Leía cuanto cayera en sus manos: autores clásicos o modernos, periódicos, revistas... Todo.

Al volver, sus enfermos le esperaban para contarle sus desesperanzas, su tristeza, sus dolores, sus últimos deseos antes de dejar este mundo, y él tenía que estar con el ánimo vibrante para consolar, escuchar, calmar, despedir... Una dura tarea, casi de apostolado, que le dejaba exhausto.

Pero esta vez, quizá por una llamada interior, por un presentimiento o por un pálpito de su corazón, había renunciado al balneario para visitar el pequeño pueblecito de la costa asturiana que lo vio nacer. Tenía la certeza de que no podría descansar como en el balneario, pero notaba una urgente necesidad de retornar a su infancia. Recorrer las calles donde jugó de niño, saludar a sus paisanos y respirar el airecillo marino que se filtraba a través de las ventanas de la casa familiar.

En cuanto coronó el Puerto de Leitariegos, paró el coche, se bajó y acercándose a la orilla de la carretera extendió la vista al valle por donde serpenteaba un río, oculto entre frondosa arboleda. El día era claro; ni una nube que restara brillo al sol. Miró a lo lejos y saboreó el paisaje asturiano mientras un suspiro de satisfacción se escapaba de su pecho. Un circo de montañas, salpicadas de manchas verdes, se extendía ante él. En el fondo, el agua helada de una pequeña cascada brillaba bajo los rayos del sol. El lejano ladrido de un perro era la única nota discordante en aquel silencio; los cencerros y mugidos de las vacas de un prado cercano, lo transportaron a la niñez. Cuántos recuerdos dormidos a través de los años y cuánta vida desperdiciada en el asfalto de la gran ciudad.

Con la piel erizada y los ojos húmedos, entró de nuevo en el coche y lo puso en marcha. Condujo despacio, disfrutando del paisaje, escuchando su melodía, oliendo su humedad. De vez en cuando, hacía un alto para beber en algún manantial y siempre, recordando y comparando.

Era una persona de aspecto agradable, alto, bien proporcionado, pelo castaño algo largo, ojos azules soñadores y una inteligencia privilegiada.

Vestía ropa deportiva, su preferida cuando no estaba en la clínica. Allí, hacía gala de una gran pulcritud: camisa, corbata, traje, perfectamente rasurada la barba y la bata de un blanco impoluto. Pero, durante las vacaciones, su vestimenta se reducía a vaqueros, camisas de cuadros y calzado deportivo; se rasuraba la barba cada tres días, se acostaba temprano y se levantaba entrada la mañana.

A media tarde enfocó el tramo final de su viaje hacia la costa, donde se hallaba el pueblo y la casa familiar.

Cuando subía la Cuesta del Cantarín, los recuerdos se hacían más vívidos: el huerto del Sr. Jacinto, el pinar de Manín, las tierras del Marqués... Después, una revuelta en el camino y La Casona del Indiano.

De aquí partían sus recuerdos más felices. Aparcó el coche y se bajó acercándose a la verja que rodeaba la extensa propiedad de la familia Romeral. Extendió su mirada a lo largo de aquel imponente cerramiento de hierro forjado, coronado por puntas de flecha, bolas doradas y reparó en su deterioro a causa del tiempo y la falta de cuidados. Arrimó la cabeza a los barrotes como hacía de pequeño y contempló su interior tan abandonado como la verja; en la escalinata principal había crecido la hierba, y el jardín, sin los setos de flores que con tanto esmero cuidaba su padre, estaba lleno de hojarasca. «¡Si mi padre lo viera...!» comentó para sí. Y allí, en medio de tanto abandono, de tanta decrepitud, se alzaba imponente la que en tiempos había sido la más suntuosa residencia de los contornos.

Su mirada fue trepando por la desconchada pared hasta pararse en la ventana del primer piso. Un niño de ojos tristes, pálido y ojeroso, lo contemplaba a través de los cristales. Ramiro se sobresaltó, aunque tenía la certeza de que aquella visión era solamente producto de su imaginación.

Poco a poco, allí quieto, comenzó a recordar las veces que contempló, desde el mismo lugar, el interior del jardín y aquella ventana donde un niño enfermizo y delicado se asomaba de vez en cuando. Recordó la primera vez que tuvo acceso a la intimidad de aquel hogar y cómo comenzó su amistad con el «hijo de los señores».

Tenía seis años y sus padres trabajaban en la casa; su madre en la limpieza, su padre era el jardinero. La escuela estaba en mitad del camino de la «Cuesta de la Fuente» y siempre iban juntos hasta allí. Sus padres seguían hasta la colina para cumplir con su tarea y Ramiro se quedaba en la escuela atendiendo las explicaciones de don Ramón, el maestro.

Pero un día Ramiro no entró en la escuela y, cuando sus padres se perdieron de vista en lo alto, subió con cautela detrás de ellos y se pegó a la verja escudriñando el interior. Escuchó el ruido de la máquina corta césped. «Está lejos en la otra parte de la casa. Padre no me verá». Su cabeza cabía justo entre los barrotes y hasta le parecía que había logrado introducirse en el interior del jardín. Repasó una y otra vez aquel enorme y grandioso caserón y al mirar hacia una ventana del primer piso lo vio. Era un niño de su edad que lo contemplaba a través de los cristales. Se miraron un rato, con mirada inquisitiva y penetrante. Luego cayó el visillo de la ventana y el «niño de la casa» desapareció.

Desde entonces, las escapadas a La Casona del Indiano fueron frecuentes y, cuando terminaba la clase de la tarde, se acercaba hasta allí para verlo.

Llegaron a comunicarse con una especie de diálogo sin palabras, solamente con la mirada. Alvarín le enseñaba, a través de los cristales, algún juguete y Ramiro el último dibujo que había hecho en clase. Un día, cuando su gata parió, le llevó dos gatitos y los soltó en el jardín. Fue la primera vez que vio a Alvarín sonreír.

—¡Pobrecillo! —oyó decir a su madre por la noche—. Me ha dicho que le lleve un biberón para criar a dos gatitos que le han regalado.

—¿Por qué pobrecillo? —argumentó su padre—. Tiene todo lo que un niño puede desear.

—Tiene todo menos cariño y a mí me da mucha pena. Está siempre solo. La señora hace demasiada vida de sociedad y no tiene tiempo para él. Este niño tenía que estar jugando con otros de su edad —fue la respuesta de Matilde.

Aquella conversación hizo que Ramiro sintiera la necesidad de hablar con él, de jugar, de pasear, de enseñarle la vida al aire libre y no detrás de los cristales de una ventana.

—¿Por qué no me lleváis mañana para jugar con él? —propuso Ramiro.

Sus padres se echaron a reír. ¿Cómo iba a entrar en la Casona el hijo de unos empleados a jugar con el hijo de «los señores»?

—Doña Clotilde no querrá.

Juan era uno de esos servidores fieles a los deseos de sus amos; sabía el carácter seco y distante de doña Clotilde y que no permitiría la entrada de Ramiro en la casa y menos para jugar con su hijo. «Quiero dejar una cosa bien clara —decía a la servidumbre nada más entrar a su servicio—. Tendréis dos días a la semana para ver a vuestros familiares, pero son normas de esta casa que no pueden ellos entrar aquí; única excepción si estáis enfermos.»

Las visitas a «su amigo» eran diarias y cada vez más largas, pero siempre separados por la verja y los cristales de la ventana. Algunas veces se hablaban a voces pero, la lejanía y el bronco sonido del cercano mar chocando contra las rocas del acantilado que bordeaba la casa, reducían sus palabras a un movimiento de labios. Sin embargo se entendían bien. Era una mímica de sentimientos.

Mímica que se veía interrumpida cuando salía «la señora». Y otras «el señor». Tuvieron que pasar muchos años para que Ramiro conociera sus nombres. En casa los llamaban «la señora» y «el señor».

«El señor», don Santiago Romeral, era muy alto y corpulento; tenía la cara siempre tan colorada que Ramiro pensaba que le daba vergüenza todo; el pelo tan blanco que al brillarle con el sol parecía nieve. Ojos pequeños y grises subrayados por abultadas bolsas; nariz demasiado pequeña y labios finos siempre sonrientes. Era el heredero de una gran fortuna que había sabido aumentar a lo largo de los años. Tendría unos cuarenta años, pero el pelo blanco le hacía aparentar más. De porte distinguido y trajes hechos a medida por los mejores sastres de Oviedo, era querido y respetado por la gente del pueblo que tantos beneficios recibía de él.

En cuanto a doña Clotilde, «la señora», mucho más joven que su marido, de estatura media, algo rellenita pero de formas regulares, tenía un carácter serio que imponía respeto; no se hacía merecedora del cariño popular. Siempre perfectamente peinada y maquillada, vistiendo marcas caras y muy enjoyada, estimulaba la admiración de Ramiro hasta el punto de que sus sueños «para cuando fuera mayor» se reducían a dos deseos: estudiar medicina y casarse con una mujer como «la señora».

Cuando la verja de entrada se abría y ella salía en su deportivo, protegiendo los ojos con gafas ahumadas que la envolvían en cierto misterio, mirando al frente ajena a lo que ocurriera a su alrededor, Ramiro abandonaba a Alvarín para seguir a su madre con la mirada hasta que se perdía en la revuelta del camino.

A veces escuchaba desde su dormitorio, conversaciones entre sus padres.

—Si estuviera más en casa, al tanto de todo, él sería más fiel —decía Matilde.

—Yo creo que le gustan las faldas, haga lo que haga ella —argumentaba Juan.

—Me parece que ella no lo pasa tan mal como puede parecer —estaba claro que para Matilde esta mujer no gozaba de sus simpatías.

—¡Donde las dan las toman! —contestó riendo su padre.

Entonces Ramiro se ponía furioso y soñaba con ser mayor para tener una esposa así y llenarla de atenciones. Él le sería fiel y se dedicaría a ella solamente.

Cierto día, doña Clotilde paseaba por el jardín mientras Ramiro esperaba, desde la verja, la aparición de su «amigo» en la ventana. Ella se le quedó mirando a través de sus gafas ahumadas, muy seria y, antes de que pudiera preguntarle nada, Ramiro salió corriendo hasta perderse en la lejanía. Notó algo desagradable en su semblante, como si le reprochara estar allí. Fue una gran desilusión; su sueño dorado se desvanecía en un momento. ¡No! Su mujer ideal tenía que ser tan dulce como su madre, no podía tener una expresión tan fría.

Luego vinieron varios días sin acercarse a la «Casona». No podía. Pensaba en su amigo y le daba pena de él. Pero aquella mirada de «la señora»... Por fin se decidió a volver.

La ventana estaba vacía y Alvarín no se asomó a ella. Ni al día siguiente, ni al otro. Había pasado una semana y no pudo por menos que preguntar a sus padres:

—¿Dónde está Alvarín? ¿Por qué no se asoma a la ventana?

Sus padres se le quedaron mirando extrañados y fue entonces cuando les confesó sus visitas a la verja y su «amistad» con el niño.

—Está muy enfermo. Se ha resfriado y tiene fiebre. Cuando se ponga mejor les diremos a los señores si quieren que juegues con él —propuso su madre

—Pero mujer, ¿como va a ir a jugar con Alvarín? La señora no lo permitirá. Ya sabes cómo es —Juan, más diplomático y menos práctico que su mujer, no pensaba que fuera una buena idea la propuesta de ella.

—A ese niño le hace falta salir de su jaula de oro y la compañía de un chico animoso como Ramiro. Además, ya estás oyendo, se conocen a distancia.

Y así surgió la intromisión del hijo de los empleados en la casa, para jugar con Alvarín. Fue don Santiago, más campechano y menos afectado que su mujer, quien dio el visto bueno a la proposición del jardinero.